Ocurrió lo peor en el momento menos oportuno y era jueves. No fue su desayuno, ni su almuerzo, fue un pequeño pecado de media tarde, un despiste de sus labores cotidianas, más concretamente un despiste al marco teórico de su tesis. El capítulo tres no le salía, lo había reescrito tres veces, pero no conseguía decir lo preciso. Así que dándole rienda suelta a la ansiedad, bajó a la cocina y comenzó la pesquisa. El cereal requería preparación, no había papitas a la mano, así que le echó mano a su última opción: un pandebono tieso y abandonado. No hace falta mencionar que ablandar un pandebono ya duro es una tarea harto complicada que quizá, pensó ella, podría conseguir tras un minuto en el microondas.
Vale la pena conocer la historia del pandebono antes de ser comido y para ser más claros, mordido. Fue el martes en la noche, que uno de los compañeros de apartamento de Laura llegó con tres buñuelos y seis pandebonos. El crimen que cometió ella el miércoles no es de relevancia, se comió uno al desayuno, a hurtadillas. Miguel, que no reparó en contarlos, que solo pidió cinco mil pesos en parva, no echó en falta aquel pandebono faltante. sin embargo embargada por la culpa, Laura solo se comió la mitad, fría y sin disfrutarla. Guardó la otra en un lugar seguro y accesible, para cuando el hambre fuese más grande que el remordimiento.
El jueves fue ese día, la necesidad de comer por comer para matar el tiempo e ignorar el trabajo poseyeron a otrora una aplicada y joven mujer. Estudiosa pero no santa, Laura ya había cometido crimenes similares y en su lista de pecados figuraban el pellizcar un pan, vender pandequesos de baja factura a precios exagerados, negarse a comer buñuelo en navidad aún estando en casa de su abuela. La lista sigue, pero que no nos detenga.
En ese momento no había nadie más en casa, era solo ella y el medio pandebono. Para dilatar la experiencia cambió de opinión, así que decidió calentarlo dos minutos, pero antes de tomar esa determinación le dio una mordida pequeña, en la que comprobó que ya estaba tieso y programó el electrodoméstico. Tras dos vueltas del aparato la puerta se abrió de golpe. Lo temía, ella siempre lo sospechó, la policía de la panadería (Panpol) la había descubierto. Los delantales blancos y la harina en las botas confirmaron sus temores. Entraron dos agentes, con rodillos en mano y cara ceñuda; tras ellos, Miguel visiblemente molesto.
- Te hubieses salido con la tuya, no teníamos pruebas, pero ahora que te atrapamos en flagrancia no hace falta nada más. ¿A quién se le ocurre morder un pandebono viejo antes de meterlo al microondas. Me das asco.
Y el pandebono giró el tiempo pactado, acompasado por el zumbido del aparato que se perdió en el eco de la tarde. Luego se enfrío, envuelto en la más absoluta paz. Así nada que fuese horneado o freído, tuvo que temer nunca más.